Llevaba toda la mañana danzando por Bangkok. Mi amigo se había quedado en el hotel porque no se encontraba bien y yo, cámara en mano, me había lanzado a patear la ciudad. Un fogonazo continuo de instantáneas. Estímulos por todas partes.
Llegados a este punto, cogí un Tuk Tuk. Su conductor me recogió con mirada laboriosa y aburrida. Un turista más. Seguí viendo la capital asiática. Ésta vez desde otra perspectiva. Las calles eran avenidas inmensas. Largas venas abultadas de vehículos.
Me bajé del Tuk Tuk y seguí caminando. Ya debía ser cerca del mediodía. A lo lejos, divisé una especie de superficie verde. Dirigí hacia allí mis pasos. Mis pies me lo iban a agradecer, pensé.
Y acerté.
Todavía no lo sabía pero había llegado al Parque Lumpini. El que podríamos llamar El Retiro de Bangkok.
Tras la I Guerra Mundial (concretamente en 1920) el rey Rama VI había cedido terrenos de propiedad real para la construcción del que sería el primer parque de Bangkok. Por aquella época era toda una novedad. Esas cosas todavía no se estilaban. Hoy en día toda gran ciudad tiene su gran parque: Central Park en Nueva York o Hyde Park en Londres.
El Parque tenía un lago artificial. Había piraguas y patinetes de pedales para alquilar.
Hacía un sol de justicia. Estaba sudando como un pollo. Me senté en un banco y me puse a ver las fotografías que había tirado. Menudo tiovivo de imágenes.
A los diez minutos ya me había cansado de estar quieto. Reanudé el paseo. No había mucha gente a esa hora. Algunas parejas, coquetas y atribuladas. Y poco más.
Hubo un par de cosas que llamaron, poderosamente, mi atención en Lumpini Park.
La primera unos pedazo de lagartos que surcaban las aguas del estanque. Se me antojaron parecidos a los dragones de Kómodo.
Luego supe que eran varanos gigantes, que podían llegar a medir dos metros y, aunque, en principio, eran inofensivos, a ver quién era el guapo que se acercaba a darle unas migitas de pan.
La segunda fue la existencia de una especie de gimnasio al aire libre. Cachitas locales ejercitaban sus músculos mientras el resto de mortales les mirábamos con incredulidad.
Cuando, a posteriori, leí cosas sobre el pulmón de Bangkok, me enteré de algunas curiosidades. Una de ellas es que Lumpini es el nombre del lugar donde nació Buda en Nepal. Otra, que se daban clases gratuitas de Tai Chi.
La que más me chocó fue que a las 8:00 y 18:00 horas se ponen por los altavoces el himno de Tailandia. Al parecer, la gente, en señal de respeto, se pone de pie y canta. Fue una pena que no lo viera.
No sé cuánto tiempo estuve en el Parque Lumpini. Lo que sí recuerdo es que me sentí muy bien entre sus avenidas verdes.
Luego volví a la marabunta. Al Caos de Bangkok. A los pistoletazos de gente, hormigón y coches.
Lumpini fue un oasis pasajero. Una vitamina amena y sucinta. Una canción lenta de Iggy Pop.