Lo más probable es que, después de escribir Dublineses, James Joyce fuera a estirar las piernas por Saint Stephen’s Green Park. Y, con esa cara extraña, entre pirata y maquinista de tren, caminara y caminara, hasta sentarse en un banco por puro aburrimiento.
Sin duda sabía que, a finales del siglo XIX, St Stephen’s Green Park, se convirtió en jardín público, gracias a la generosidad de Lord Ardilaun, miembro de la todopoderosa en Dublín, familia Guinness.
Al fin y al cabo, era el mismísimo James Joyce.
Dublín ha estado habitada por otros ilustres literatos como Oscar Wilde (que tiene una bonita estatua policromada en una esquina de la Plaza Merrion). No sé por qué motivo Irlanda ha tenido, históricamente, un gigantesco ingenio literario colectivo.
Lo cierto es que, tras un día pateándote Dublín, éste sitio es perfecto para descansar un rato. Al parecer media ciudad se planta aquí en cuanto asoman unos cuantos rayos de sol.
Hay familias con niños, patos aclimatados al frío y árboles plantados hace decenios.
Tiempo atrás por éstos lares pastaba el ganado y, unos años más tarde, se torturaban, ahorcaban y flagelaban a penados y maleantes. Si disparas alguna foto, sin darte cuenta, te sale una postal.
Se podría decir que es «el pulmón verde» de Dublín, así como el parque de El Retiro lo es de Madrid.
Sentarse sin prisa en un banco y escuhar la 5º sinfonía de Mahler sería un buen plan. Pero hay poco tiempo, así que acabamos sentándonos, y escuchando algo de U2 (U2 – One Tree Hill).
Después a continuar descubriendo Dublín y, por último, a la habitación del hotel.